Opinión
UAysén
12 diciembre 2019

Utopía

José Barrena Ruiz
José Barrena Ruiz
Académico UAysén

        José Barrena Ruiz
  • Académico Universidad de Aysén
  • Economista
  • Magíster en desarrollo rural
  • Candidato a Doctor en Política Ambiental

“La utopía está en el horizonte. Me acerco dos pasos, ella se aleja dos pasos. Camino diez pasos y el horizonte se desplaza diez pasos más allá. Por mucho que camine, nunca la alcanzaré. Entonces, ¿para qué sirve la utopía? Para eso: sirve para caminar.” 

Esa fue la magistral respuesta que, de acuerdo al escritor uruguayo Eduardo Galeano, dio el cineasta argentino Fernando Birri a un grupo de estudiantes universitarios en la ciudad de Cartagena de Indias cuando uno de ellos le preguntó ¿para qué sirve la utopía?

El concepto de utopía fue elaborado por Tomás Moro a comienzos del siglo XVI y es el nombre con el que se ha hecho conocido su más célebre libro. Tomás Moro llamó Utopía a una isla ficticia donde vivían sus habitantes, los utópicos, bajo un régimen de propiedad colectiva basado en la agricultura comunitaria. A diferencia de lo que ocurría en la sociedad Europea de la época, en Utopía existía un sistema político donde las autoridades eran elegidas por votación popular y las personas trabajan solo seis horas al día. Ese tiempo de trabajo era suficiente para proveer de los bienes necesarios para que todos los habitantes de Utopía tuvieran una buena vida. Incluso, cuando la producción era abundante, se decretaba la reducción de la jornada laboral para favorecer la libertad y el cultivo de la inteligencia, porque las autoridades de la república consideraban que en eso consistía la felicidad en esta vida. En el caso de Utopía, el relativo aislamiento geográfico constituía una ventaja para la implementación de un sistema político y social distinto, más justo, y que entregaba mayor bienestar a sus habitantes. De hecho, tan importante era ese aislamiento geográfico para el desarrollo de esta nueva sociedad, que el Rey Utopo habría enviado a cortar el istmo que unía el país de Utopía con el continente, transformándolo finalmente en una isla.

En el caso de la Región de Aysén, la lejanía geográfica ha sido históricamente considerada como un impedimento para su desarrollo. Claramente, esto se sustenta en la dependencia política y económica a un estado centralista, que fue, como dice el historiador Gabriel Salazar, construido en Santiago, por Santiago y para Santiago. Sin embargo, esta lejanía puede también ser una ventaja para la implementación de los profundos cambios sociales y ambientales que hoy se requieren. La necesidad de estos cambios se ha manifestado tanto en procesos nacionales y globales que están íntimamente conectados. A escala nacional, desde el 18 de octubre un movimiento social sin precedentes en la historia reciente de Chile, ha elevado el piso de la discusión social y política, forzando al gobierno, los legisladores y la opinión pública a modificar completamente sus agendas. A escala global, por otro lado, los impactos de un cambio climático inducido por la acción humana están, de acuerdo a la evidencia científica acumulada, traspasando peligrosamente los límites ecológicos que permiten el desarrollo de la vida tal como la conocemos en el planeta.

Uno de los slogans de la actual COP25 organizada por Chile - pero realizada en España por la incapacidad del gobierno de garantizar su realización en el país después del movimiento social del 18 de octubre - es “tiempo de actuar”. Pero una cuestión fundamental es que esas acciones no se orienten a continuar reproduciendo un sistema injusto e insostenible, frente al cual se levantan movimientos ciudadanos no solo en Chile, sino que en distintas regiones del mundo.

Desde la Patagonia se puede diseñar algo diferente, sin embargo. El patrimonio natural de Aysén tiene importancia mundial, por lo que cualquier actividad económica que se desarrolle en el territorio debiese contemplar la protección y fortalecimiento de esa riqueza natural, y no su degradación, tal como ocurre cuando se fomenta el desarrollo de actividades extractivas que generan altos impactos ambientales, como la salmonicultura o la producción forestal basada en plantaciones de especies exóticas. Más del 50% de la superficie regional corresponde a áreas protegidas, en las cuales se producen funciones ecosistémicas fundamentales como el secuestro de carbono y la purificación del agua, y que también constituyen hábitat para múltiples especies. Esos lugares son visitados por miles de turistas al año, lo que se traduce en una  fuente importante de ingresos económicos para la región. Así, la conservación de la naturaleza debiese ser un eje central en el desarrollo de la región, desde el cual diseñar e implementar actividades económicas que permitan generar beneficios para la población regional en su conjunto. En ese sentido, la conservación tampoco puede ser monopolizada por el estado central ni por un grupo de inversores extraterritoriales. Más bien, sus beneficios deberían ser capturados por diversos grupos sociales de la región bajo criterios de justicia social y territorial. Además, en la región se puede desarrollar una agricultura ecológica orientada a abastecer las necesidades de la población local mediante el funcionamiento de cadenas de producción-distribución-consumo locales, disminuyendo la actual dependencia alimentaria regional. Detrás de todos estos cambios, lo central es la construcción de un nuevo sistema que modifique las actuales relaciones sociales basadas en la acumulación individual, por relaciones basadas en la cooperación y el bienestar colectivo. Para ello debe cambiar la noción utilitaria con que el sistema económico hace uso de la naturaleza como si se tratase de una gran despensa llena de recursos, por una economía que mantenga los procesos de producción y consumo supeditados al resguardo de estrictos estándares ecológicos. La situación nacional y mundial nos exige que caminemos hacia esa utopía.

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